miércoles, 19 de junio de 2013

Yo confieso

Yo confieso…

Que no creo en todo lo que se me obliga a creer; que quiero complacer y hacer felices a quienes amo, pero no logro convencerme de que todos los pensamientos que desean imponerme sean verdaderos. Confieso que en nombre de lo que yo considero es el amor a mí misma y a mi propia libertad he cometido muchos de los que el supremo mandato de la iglesia católica nombra “pecados”, y que aunque se me exija que los enumere con rubor delante de un sacerdote para que me exculpe en nombre de Dios, estoy dispuesta a repetirlos una y otra vez, cuantas veces sienta apetito y/o necesidad de hacerlo, simplemente porque me amo y amo mi libertad de elegir. Confieso que mi espíritu es rebelde y soy incapaz de creer que eso esté mal; quiero ser capaz de contradecir a quienes integran el bando de los “buenos” y “malos”, solo con el objeto de ser fiel a mí misma y a lo que yo considero que es mi propia moral; la única que, a fin de cuentas, es la que me acerca legítimamente a Dios. Confieso que siento que aunque no respete todas las leyes de la santa iglesia me siento más cercana al amor divino porque vivo mi vida sin dañar a nadie, y hago un esfuerzo constante por no lastimar a otros con mis acciones ni prejuicios. Yo confieso que sí realizo examen de conciencia, y que creo en Dios también y no me avergüenza decirlo; confieso que, aunque me pueda afectar emocionalmente, no me importa si la mitad de la gente piensa que soy mojigata y la otra mitad pecadora sin remedio, pues al final soy lo que soy y con eso me basta.

Debo confesar también que no creo pertenecer a ninguna comunidad religiosa, pues no estoy de acuerdo con los preceptos arbitrarios que estas imponen a sus fieles, haciéndolos caer en sentimientos culposos que impiden su felicidad. Confieso que no creo en muchas convenciones sociales, y aunque tampoco deseo ser una automarginada, solo quiero vivir con libertad, con respeto, con amor a todo lo que me rodea y sin temor a sentir el flujo de mi mundana/divina humanidad.

martes, 14 de junio de 2011

Una (otra) vuelta por el pasado

Detrás de la larguísima barra azul con blanco estaba sentado, encorvado cuan largo era para poder apoyarse con los codos. Tenía la misma sonrisa anodina de todos los días, tan apacible, tan cálida y tan carente de emoción. Ojalá hubiera sido diferente. Ella se pasó al otro lado, lo vio intentando escrutar en esos labios aunque fuera un poquito de sentimiento, una pizca de remordimiento, un indicio de compasión. Pero nada. Se detuvo frente a él, recogiendo los pedazos que quedaban de ella por dentro, lo miró directamente a los ojos y le dijo: me alegra que estés aquí. Volteó hacia un lado, hacia el otro, y luego le estampó un beso en la mejilla izquierda. Sintió entonces un temblor y se dio cuenta de que nada había cambiado. Tenía que salir de ahí.

Caminó recto, sin mirar hacia atrás. Entonces apareció él, el que siempre estuvo, con el semblante sereno, sonriente y con los ojos llenos de su cotidiana ternura.

lunes, 30 de mayo de 2011

Un sueño (02/03/11)

Estoy en una fiesta, en un lugar que parece un hostel. Tiene un espacio al aire libre y tengo la sensación de que las habitaciones están cerca. El sitio se parece mucho a un lugar que he visto en las fotos de mis amigos de Lima, “Pezcarte Cebichería”. Hay un ambiente de fiesta que recién empieza, como si la gente empezara a llegar apenas. Yo también estoy llegando. Me encuentro con Natalie, nos abrazamos. También veo a Pepo, y siento una emoción muy grande al encontrarlo, él está de espaldas, se da la vuelta y está bailando, con un vaso en la mano, como si me hubiera visto el día anterior, con esos movimientos repetitivos, moviendo los brazos a un lado, al otro, cantando siempre canciones que dicen que está feliz, aunque a veces sus ojos me digan lo contrario... Pero cuando lo abrazo y le digo cuánto lo extrañé él me responde el abrazo con igual efusividad. También veo a Miguelito, creo que apenas cruzamos un par de palabras pero estamos igual de emocionados de vernos. Tengo la sensación de que se me acerca y me dice una frase sabia, algo que me sorprende y suena extrañamente profético. No recuerdo la frase.

A pesar de un leve nerviosismo cuyos motivos no sé identificar, me siento muy contenta. Veo llegar a la gente, todos tienen vasos de plástico en las manos y se mueven al ritmo de alguna música, mientras conversan animadamente en parejas o pequeños grupos que empiezan a formarse. El ambiente tiene una luz amarillenta, aunque es de noche no parece ser muy tarde. De pronto, entre la gente, veo pasar a D. Llevaba una camisa que yo reconozco, ahora no recuerdo bien si la naranja de rayas o la azul de cuadros. Lo veo y siento que se me paraliza la respiración. Algo da un vuelco dentro de mí, no sé qué sentir. Natalie me dice algo, puede ser que haya dicho “me olvidé de decirte que él también venía”. Y de pronto lo veo rondando por la fiesta, con un vaso en la mano, y yo siento una creciente desesperación por no saber si ésta será otra de esas noches en las que coge un vaso y no lo suelta más. No pienso acercarme a él, pero espero que él me vea y se acerque a mí. Es imposible. Por momentos lo pierdo de vista, luego vuelve a aparecer, pero la verdad es que él nunca me ve; yo sé que no me está evitando, simplemente no me ve. Y yo no sé qué puedo decirle, no sé cómo abordarlo, por lo que decido no tomar la iniciativa. Pienso en su hermano, y en si llegará pronto para hacerle compañía y si se emborracharán juntos y luego se acercarán para lastimarme. No puedo pensar en que lo quiero, ni en que lo extrañé, ni en nada que tenga que ver con el amor que puedo sentir o haber sentido por él. No hay dulzura, sólo miedo y un poco de tristeza.

Pasa el tiempo y él sigue solo… He visto a Mauro pasar, también lo he saludado, pero nadie se acerca a él, y él no se acerca a nadie. Está solo, dando vueltas con su vaso en la mano, sentándose en pequeños muritos mirando a la gente pasar, absorto en sus pensamientos, como si estuviera sentado en una banca del parque viendo a las palomas y los caminantes pasear. Ahora me parece que lleva la camisa color crema, también a rayas. Y ya no sé si esto lo sentí en el sueño o lo estoy sintiendo ahora, pero es como si lo extrañara.

domingo, 19 de diciembre de 2010

Un domingo sin martes

Si te hicieras la pregunta de qué es lo que más necesitas, seguramente te vendrían mil ideas a la cabeza: dinero, una casa más grande, el amor, o esas cosas que se parecen más a nuestros anhelos “cliché” que a lo que viene la pregunta. Para mí, lo que uno más necesita es lo primero que busca al abrir los ojos. Es que aunque no sea la mayor de las necesidades, al menos es la que te da el combustible para arrancar el día, la que te empuja fuera de la cama. Como los lentes que intenta alcanzar el miope en la mesa de noche, o el cigarrillo que rastrea alguna viciosa. Yo, por mi parte, cada vez que me despierto necesito una palabra. Quizás no una, sino muchas. Por eso, cuando ese domingo abrí los ojos con un amague de resaca, en esta habitación negra-negra estiré el brazo derecho y luego de tirar una botella de plástico al suelo encontré el teléfono, como cada negra-negra mañana que he pasado aquí desde que llegué, para abrir mi correo electrónico. Dos palabras: yo esperaba una, pero encontré dos: Su Nombre.

Salí como expelida por un resorte, me senté sobre la cama. Volví a estirar el brazo, esta vez para encender la luz y me froté los ojos con ansiedad, preguntándome por qué, POR QUÉ estaba sonriendo. Su Nombre. Nombre y Apellido. Habían pasado dos semanas desde que le envié un correo pidiéndole alguna palabra, a él, a ese ahora extraño, nunca pensé que iba a responder. “Jime, ¿puedo llamarte? Necesito hablar contigo”. Me empezó a latir el párpado izquierdo cuando vi un segundo correo de Su Nombre. “Es muy importante. Es una oferta que creo que te interesará”.

Ahí todo perdió sentido. Yo le había escrito a alguien que suponía un posible aliado, un potencial amigo. Pero no. Ahí tenía un indescifrable telegrama a la espera de mi entusiasmo.

Lo he llamado y él me ha preguntado cómo estoy, cómo me ha ido en estos meses. No hemos tenido comunicación desde hace cuatro años, pero me parece que lo importante es cómo me ha ido en estas semanas que llevo en Madrid. Le he dicho que bien, un poco confundida, de repente más nerviosa que eso. Me ha preguntado si yo también le he regalado un pasaje a Europa a algún amor para que venga a visitarme, como él hizo conmigo. Le he dicho, con una risa más nerviosa aún, que no, pero que he estado a punto de hacerlo. Y si pensaba viajar a casa por fiestas. Le he respondido que no, que me hubiera gustado mucho porque extraño a mi familia y a mis amigos, pero que me parece un gasto innecesario…

En ese momento, juro que me ha parecido que era su voz la que hablaba. Hace cuatro años.

Claro que lo sabe, por eso se le escapa esa risita. Y me ha contestado “qué pena. Y yo te he llamado para proponerte viajar a Lima”. Su Nombre. Fueron las dos primeras palabras que leí al abrir los ojos y desde entonces todo se había vuelto un poco surrealista. Por una inesperada confabulación de factores, un actor de reparto en este culebrón de la vida real se había roto una pierna en París y necesitaba compañía de regreso a casa. Yo podía ser esa compañía. Las ideas comenzaron a caer como pedradas sobre mi cabeza: ver a mis padres, conversar con mi hermano, sorprender a mis amigos, perderme entre aromas de pisco frutado, mirar el mar, el mar, el mar…

Y las maletas, y mi viaje a Berlín para recibir mi cumpleaños, y algún papeleo suelto, y los deberes, las obligaciones, y los planes, los no planes, salvar lo insalvable, y todo.

Pero no hay motivos para pensarlo dos veces: Yo sí, me voy hoy mismo si es necesario. Me voy. Y cuando no he terminado de pensar en esto, me dice “Pero…”. Fue la primera vez desde que leí Su Nombre esa mañana, que sentí miedo empañando mi curiosidad. “Hay otra persona”. Había otra persona. Creo que esa frase me cayó peor en ese momento que si me la hubiera dicho cuando estábamos juntos.

“Hay otra persona que ya aceptó irse, pero voy a dar tus datos también a la aseguradora por si pasa algo”.

Después de eso, todo se puso en cámara lenta. De pronto, parecía que había que tomar todas las decisiones importantes al mismo tiempo, y ahora todas las decisiones eran importantes. Con quién hablar, qué programar, si valía la pena hacer una maleta o no, si debía comprar los pasajes a Berlín ese día como se había previsto, o no. Si debía entrar a la ducha en ese momento o no… Porque tendría que darme un duchazo antes de subir al avión, pero ¿y si él llamaba mientras yo me estaba bañando?

Hasta me daba miedo entusiasmarme. Me daba miedo pensar que de repente no me entusiasmaba.

En algún momento posterior de ese mismo día al que sólo se me ocurre llamar “después” (porque, obviamente, el tiempo psicológico me hizo perder noción del valor real de los segundos, los minutos, la horas), hablamos. Hablamos largo, sobre cómo estaba yo, cómo estaba él, las cosas que habíamos pensado después de que dejamos de vernos. Recordé un millón y medio de cosas: sus gestos, su manera de atropellarse al hablar, la forma en que su agudeza mental me hacía sentir siempre más niña. Fue una conversación tan larga, tan bonita, me pareció que todo lo que decía lo decía tan en serio, que tuve la necesidad de volver a examinar la razón de mi sonrisa cuando leí Su Nombre en el teléfono. Nos reímos. Y todo fluyó con demasiada naturalidad hasta que sonó su teléfono. La aseguradora.

No había respuesta aún, y me daba un poco de desesperación no saber si no quería colgarle hasta tener una respuesta o… Pasaron varios minutos, y de repente me sentí tan estúpida mirando una pantalla, escuchando la voz de mi ex programando un viaje a Lima para mí o para una desconocida y esperando, esperando que me responda, que me diga algo, que por primera vez en mucho tiempo tenía una conversación como la que había querido tener desde que comencé a sentirme sola aquí y además las cosas no andaban bien… Colgué.

Creo que fue la noche del lunes que escribí para preguntarle si había alguna novedad. No me parecía verosímil que un hombre con la pierna rota en París esperara por un acompañante desconocido durante tanto tiempo. Cuando volví a leer Su Nombre en mi bandeja de entrada, ya no sabía qué sentir.

“La primera opción acaba de subirse a su avión, llega a París a las 9. Siento mucho haber despertado emoción. Todo falló por cuestión de minutos”.

Debí haberme quedado con mi amanecer resacoso, pensé. Y no andar buscando palabras, porque a veces terminan sobrando.

lunes, 11 de enero de 2010

Madrid

Otra vez estoy parada delante de los cinco sentidos. Otra vez respiro con la nariz helada, de nuevo estoy sintiendo el viento apurado, la risa despeinada. Mis manos están de vuelta en los bolsillos, buscando un momento de soledad.

Esta mañana he escuchado mis pasos en el suelo, y mis botas hacen un eco distinto. Junto a mis pies triplemente envueltos y con esa sensación de caminata lunar, aparecen las hojas anaranjadas, apiladas cerca de una fuente de piedra; el viento me tapa la cara y al mirar nuevamente están los ancianos, el camino de piedra, Velásquez parado frente al gran edificio. Todavía se deja ver el verde desde la vereda, las ramas vestidas esconden el cielo que no avisa antes de empezar a llorar.

El Paseo del Prado hoy no está cubierto de luces rojas y amarillas corriendo en sentidos opuestos, con la interminable banda sonora de los motores calientes. Es domingo. Hoy la ciudad es amable y las vías no están atiborradas de gente que extravió la sonrisa. El ritmo es más bien pausado, se escuchan unos a otros haciendo cloc cloc con los botines: la gloriosa melodía del descanso. La tarde avanza serena, mientras poco a poco van apareciendo de nuevo los jóvenes vampiros que se lanzaban sedientos a las calles la noche anterior.

Cuando de nuevo está oscuro, se encienden las luces que señalan un sendero azul hacia la Puerta de Alcalá. Me acerco a la Gran Vía y las luces me conmueven, me llenan, me asustan. Está el árbol navideño inmenso formado de cubos blancos, diseñados por Agatha Ruiz de la Prada. El glamour cosmopolita se disuelve entre las putas que tiritan junto a la puerta del McDonalds, a pocos pasos de la estación de Callao. Se acerca la rubia platinada con minifalda negra y medias de red al canoso caballero que se paró junto al puesto de maní tostado traído de exóticas tierras a la feria navideña y le dice “Hola guapo”. “No se me acerque, por favor, no me toque”, le responde él con apenas algo más que repulsión. El cigarrillo que sostiene en la boca mientras habla casi ni se mueve.

Llego al restaurante y el mozo me salpica unas cuantas gotas de sopa al lanzarme el plato y un casi ofensivo “buen provecho”. En el parque de enfrente un grupo pequeño de adolescentes con chalecos de cuero saltan de una banca a otra, riendo y bebiendo de chatas envueltas en bolsas de papel. Pago la cuenta, y el mozo me dice “¿Qué? ¿No le ha gustao’?” y me sonríe tan extraño que no sé si es una sonrisa de verdad o me está gruñendo porque no terminé mi plato. Me pongo el abrigo. Antes de volver al hotel, paso por una tienda de abanicos, las vitrinas y las luces están apagándose y todavía algo me recuerda que aquí se baila con duende, y si no fuera por el llavero en forma de toro que dice “olé” al apretarle la panza, ni me hubiera acordado de qué calles caminaba.

jueves, 25 de junio de 2009

Enamorada de la muerte (I)

Recuerdo mi primer intento de suicidio. Fue a los cinco años. Esa mañana, había visto en la televisión que un hombre había muerto encerrado en un ascensor… o algo así, por falta de oxígeno. También recuerdo que papá estaba muy molesto (no sé si conmigo, o con mi mamá, o con mi hermano, o con todos, o con él, o con Dios), sus ojos estaban rojos, enormes y brillantes. Yo me moría de miedo. No podía soportar su silencio, mucho menos su mirada… Pensé que su rabia no iba a parar nunca, y que yo estaba, por tanto, condenada a una vida de sufrimiento bajo el yugo opresor de su presencia.

Entonces lo decidí: caminé hacia mi cuarto rezando en mi cabeza, con los ojos llenos de lágrimas contenidas. Mi cama estaba tendida, mi oso, “Pancho”, estaba sentado como siempre, con sus ojos naranjas y su camisa floreada mirando hacia la pared. Ah… le di un beso a Pancho, fue un beso solemne y amargo, podía sentir ese crujido en mi garganta que no terminaba de subir. Después, abrí la puerta del armario y… Me encerré ahí. Cerré la puerta corrediza desde dentro con todas mis fuerzas, tratando de tapar todo el aire. No entraba casi nada de luz, yo me torturaba pensando cuánto tiempo tendría que estar ahí antes de que llegara el final. Para asegurarme de que todo saliera bien, me tapé la nariz aguantando la respiración.

Cinco minutos después, abrió la puerta Cruz, nuestra empleada, con la ropa recién lavada. Tiró la canasta y los calzones, las medias, las camisetas y el inmenso pantalón de mi papá cayeron al suelo, silenciosamente. Ella me miró y me abrazó con todas sus fuerzas, sin decir nada; yo con los ojos reventados de llanto y la cara roja, roja como el baby doll de mamá.

sábado, 28 de marzo de 2009

Un viejo comienzo

Voy a quemar cartas viejas; tiraré a la basura los adornos rotos; voy a reciclar las separatas universitarias que, aunque no quiera creerlo, ya nunca más volveré a leer. También quiero regalar la ropa vieja, la que quise alguna vez y ya no uso, y la que nunca usé pero guardaba para cuando bajara aquellos kilos y aumentara esa autoestima. Después voy a cambiar las sábanas y finalmente pondré las cortinas.

Quiero abrir los ojos mañana, cuando todo empiece otra vez, y no parecerme a esa loca neurótica que necesitaba deshacerse de todo para creerse que podría comenzar de cero.