domingo, 19 de diciembre de 2010

Un domingo sin martes

Si te hicieras la pregunta de qué es lo que más necesitas, seguramente te vendrían mil ideas a la cabeza: dinero, una casa más grande, el amor, o esas cosas que se parecen más a nuestros anhelos “cliché” que a lo que viene la pregunta. Para mí, lo que uno más necesita es lo primero que busca al abrir los ojos. Es que aunque no sea la mayor de las necesidades, al menos es la que te da el combustible para arrancar el día, la que te empuja fuera de la cama. Como los lentes que intenta alcanzar el miope en la mesa de noche, o el cigarrillo que rastrea alguna viciosa. Yo, por mi parte, cada vez que me despierto necesito una palabra. Quizás no una, sino muchas. Por eso, cuando ese domingo abrí los ojos con un amague de resaca, en esta habitación negra-negra estiré el brazo derecho y luego de tirar una botella de plástico al suelo encontré el teléfono, como cada negra-negra mañana que he pasado aquí desde que llegué, para abrir mi correo electrónico. Dos palabras: yo esperaba una, pero encontré dos: Su Nombre.

Salí como expelida por un resorte, me senté sobre la cama. Volví a estirar el brazo, esta vez para encender la luz y me froté los ojos con ansiedad, preguntándome por qué, POR QUÉ estaba sonriendo. Su Nombre. Nombre y Apellido. Habían pasado dos semanas desde que le envié un correo pidiéndole alguna palabra, a él, a ese ahora extraño, nunca pensé que iba a responder. “Jime, ¿puedo llamarte? Necesito hablar contigo”. Me empezó a latir el párpado izquierdo cuando vi un segundo correo de Su Nombre. “Es muy importante. Es una oferta que creo que te interesará”.

Ahí todo perdió sentido. Yo le había escrito a alguien que suponía un posible aliado, un potencial amigo. Pero no. Ahí tenía un indescifrable telegrama a la espera de mi entusiasmo.

Lo he llamado y él me ha preguntado cómo estoy, cómo me ha ido en estos meses. No hemos tenido comunicación desde hace cuatro años, pero me parece que lo importante es cómo me ha ido en estas semanas que llevo en Madrid. Le he dicho que bien, un poco confundida, de repente más nerviosa que eso. Me ha preguntado si yo también le he regalado un pasaje a Europa a algún amor para que venga a visitarme, como él hizo conmigo. Le he dicho, con una risa más nerviosa aún, que no, pero que he estado a punto de hacerlo. Y si pensaba viajar a casa por fiestas. Le he respondido que no, que me hubiera gustado mucho porque extraño a mi familia y a mis amigos, pero que me parece un gasto innecesario…

En ese momento, juro que me ha parecido que era su voz la que hablaba. Hace cuatro años.

Claro que lo sabe, por eso se le escapa esa risita. Y me ha contestado “qué pena. Y yo te he llamado para proponerte viajar a Lima”. Su Nombre. Fueron las dos primeras palabras que leí al abrir los ojos y desde entonces todo se había vuelto un poco surrealista. Por una inesperada confabulación de factores, un actor de reparto en este culebrón de la vida real se había roto una pierna en París y necesitaba compañía de regreso a casa. Yo podía ser esa compañía. Las ideas comenzaron a caer como pedradas sobre mi cabeza: ver a mis padres, conversar con mi hermano, sorprender a mis amigos, perderme entre aromas de pisco frutado, mirar el mar, el mar, el mar…

Y las maletas, y mi viaje a Berlín para recibir mi cumpleaños, y algún papeleo suelto, y los deberes, las obligaciones, y los planes, los no planes, salvar lo insalvable, y todo.

Pero no hay motivos para pensarlo dos veces: Yo sí, me voy hoy mismo si es necesario. Me voy. Y cuando no he terminado de pensar en esto, me dice “Pero…”. Fue la primera vez desde que leí Su Nombre esa mañana, que sentí miedo empañando mi curiosidad. “Hay otra persona”. Había otra persona. Creo que esa frase me cayó peor en ese momento que si me la hubiera dicho cuando estábamos juntos.

“Hay otra persona que ya aceptó irse, pero voy a dar tus datos también a la aseguradora por si pasa algo”.

Después de eso, todo se puso en cámara lenta. De pronto, parecía que había que tomar todas las decisiones importantes al mismo tiempo, y ahora todas las decisiones eran importantes. Con quién hablar, qué programar, si valía la pena hacer una maleta o no, si debía comprar los pasajes a Berlín ese día como se había previsto, o no. Si debía entrar a la ducha en ese momento o no… Porque tendría que darme un duchazo antes de subir al avión, pero ¿y si él llamaba mientras yo me estaba bañando?

Hasta me daba miedo entusiasmarme. Me daba miedo pensar que de repente no me entusiasmaba.

En algún momento posterior de ese mismo día al que sólo se me ocurre llamar “después” (porque, obviamente, el tiempo psicológico me hizo perder noción del valor real de los segundos, los minutos, la horas), hablamos. Hablamos largo, sobre cómo estaba yo, cómo estaba él, las cosas que habíamos pensado después de que dejamos de vernos. Recordé un millón y medio de cosas: sus gestos, su manera de atropellarse al hablar, la forma en que su agudeza mental me hacía sentir siempre más niña. Fue una conversación tan larga, tan bonita, me pareció que todo lo que decía lo decía tan en serio, que tuve la necesidad de volver a examinar la razón de mi sonrisa cuando leí Su Nombre en el teléfono. Nos reímos. Y todo fluyó con demasiada naturalidad hasta que sonó su teléfono. La aseguradora.

No había respuesta aún, y me daba un poco de desesperación no saber si no quería colgarle hasta tener una respuesta o… Pasaron varios minutos, y de repente me sentí tan estúpida mirando una pantalla, escuchando la voz de mi ex programando un viaje a Lima para mí o para una desconocida y esperando, esperando que me responda, que me diga algo, que por primera vez en mucho tiempo tenía una conversación como la que había querido tener desde que comencé a sentirme sola aquí y además las cosas no andaban bien… Colgué.

Creo que fue la noche del lunes que escribí para preguntarle si había alguna novedad. No me parecía verosímil que un hombre con la pierna rota en París esperara por un acompañante desconocido durante tanto tiempo. Cuando volví a leer Su Nombre en mi bandeja de entrada, ya no sabía qué sentir.

“La primera opción acaba de subirse a su avión, llega a París a las 9. Siento mucho haber despertado emoción. Todo falló por cuestión de minutos”.

Debí haberme quedado con mi amanecer resacoso, pensé. Y no andar buscando palabras, porque a veces terminan sobrando.

1 comentario:

Nat Rocfort dijo...

No me di cuenta qué tanto te extrañaba hasta verte ayer por skype, con el típico delay transatlántico que calmaba con mi <<>> hipercalórico que en realidad es más como un montoncito de crema chantilly y un shot de expresso. Te juro que me sentí vieja, y casi-casi en una película filmada en NYC. Dos viejas amigas (que no es lo mismo que dos amigas viejas, no señor) conversando sobre los happenings de nuestras vidas a la distancia. Creo que hasta ahora la mayor distancia que había habido entre nosotras eran nuestras mechas periódicas. Jaja. Ya no tengo con quién discutir! God damn it!

Terminé de leer tu post a pesar de conocer el final -como dices tú- tan culebrezco.
¿La gente cambia? Menuda rata que nos han metido toda la vida. ¡LA GENTE NO CAMBIA! Punto. Puede pretender haber cambiado, pero siempre vuelven a su origen. Porque aunque el mono se vista de seda, ¡huevón se queda!
Ahora, no hay que malentender las cosas. Está bien emocionarse, sino qué aburrida sería la vida. Pero ¿qué tal si esta vez te emocionas por un nuevo amor?. Hay que amar mejor, en cantidades disciplinadas, sin exabruptos. Pero con pasión, eso sí.

TQ biotch. Otro skype. Pronto!
Mientras tanto, feliz año!