lunes, 11 de enero de 2010

Madrid

Otra vez estoy parada delante de los cinco sentidos. Otra vez respiro con la nariz helada, de nuevo estoy sintiendo el viento apurado, la risa despeinada. Mis manos están de vuelta en los bolsillos, buscando un momento de soledad.

Esta mañana he escuchado mis pasos en el suelo, y mis botas hacen un eco distinto. Junto a mis pies triplemente envueltos y con esa sensación de caminata lunar, aparecen las hojas anaranjadas, apiladas cerca de una fuente de piedra; el viento me tapa la cara y al mirar nuevamente están los ancianos, el camino de piedra, Velásquez parado frente al gran edificio. Todavía se deja ver el verde desde la vereda, las ramas vestidas esconden el cielo que no avisa antes de empezar a llorar.

El Paseo del Prado hoy no está cubierto de luces rojas y amarillas corriendo en sentidos opuestos, con la interminable banda sonora de los motores calientes. Es domingo. Hoy la ciudad es amable y las vías no están atiborradas de gente que extravió la sonrisa. El ritmo es más bien pausado, se escuchan unos a otros haciendo cloc cloc con los botines: la gloriosa melodía del descanso. La tarde avanza serena, mientras poco a poco van apareciendo de nuevo los jóvenes vampiros que se lanzaban sedientos a las calles la noche anterior.

Cuando de nuevo está oscuro, se encienden las luces que señalan un sendero azul hacia la Puerta de Alcalá. Me acerco a la Gran Vía y las luces me conmueven, me llenan, me asustan. Está el árbol navideño inmenso formado de cubos blancos, diseñados por Agatha Ruiz de la Prada. El glamour cosmopolita se disuelve entre las putas que tiritan junto a la puerta del McDonalds, a pocos pasos de la estación de Callao. Se acerca la rubia platinada con minifalda negra y medias de red al canoso caballero que se paró junto al puesto de maní tostado traído de exóticas tierras a la feria navideña y le dice “Hola guapo”. “No se me acerque, por favor, no me toque”, le responde él con apenas algo más que repulsión. El cigarrillo que sostiene en la boca mientras habla casi ni se mueve.

Llego al restaurante y el mozo me salpica unas cuantas gotas de sopa al lanzarme el plato y un casi ofensivo “buen provecho”. En el parque de enfrente un grupo pequeño de adolescentes con chalecos de cuero saltan de una banca a otra, riendo y bebiendo de chatas envueltas en bolsas de papel. Pago la cuenta, y el mozo me dice “¿Qué? ¿No le ha gustao’?” y me sonríe tan extraño que no sé si es una sonrisa de verdad o me está gruñendo porque no terminé mi plato. Me pongo el abrigo. Antes de volver al hotel, paso por una tienda de abanicos, las vitrinas y las luces están apagándose y todavía algo me recuerda que aquí se baila con duende, y si no fuera por el llavero en forma de toro que dice “olé” al apretarle la panza, ni me hubiera acordado de qué calles caminaba.

2 comentarios:

july carol santiago dijo...

Felicitaciones Ximenix. Es la primera vez que entro a tu blog y me gusta mucho cómo describes todo lo que te pasa.

Besos,

July

Ira the man dijo...

me hace acordar a mi primera caída en bicicleta en Holanda. Mola