sábado, 13 de diciembre de 2008

Crónicas del Altiplano

El terminal terrestre es un gran mercado. Decenas de voces que gritan “Puno”, “Arequipa”, y “quesos”. Cuidado con los jaladores porque con mucha facilidad cambian de agencia. Un tipo cualquiera se pone detrás del mostrador de su preferencia y te vende pasajes al precio que le dé la gana. Pero esto no es nada: no es el inicio, ni el preámbulo, ni nada que se le parezca.

Salir de Cusco es cuestión de cerrar y abrir los ojos. De pronto, Saylla, Tipón y Oropeza: chicharrones, cuyes y pan. Me enloquece la textura del pan de la sierra, y lo imagino acompañado del queso salado que viene de este pedazo de planeta en el que los cerros son todavía coloridos, todavía colorados, y cuánto te voy a extrañar color en todo lo que está por venir…

El sol de la sierra brilla con fiereza, me derrite las pupilas y comienza a partirme la piel. He recorrido parte del camino y he visto Andahuaylillas con su Capilla Sixtina hecha en Perú. Se me cruza por la cabeza, entonces, que por qué no podría haber algún día un lugar en el otro lado del charco que se haga llamar el Wayna Picchu de los Alpes o algo así. Avanzamos, siempre en camino sinuoso y afirmado, y una nube gigantesca se traga el cielo entero y comienza a llorar sobre nosotros. Quizá porque sabía a dónde íbamos.

En algún lugar las montañas cambian de color. Se abre paso una mole gigantesca, negra, sobrecogedora que abre el cielo en dos partes y se erige sólida, indestructible, inalcanzable. Desde aquí es como si me hubiese dormido y, al entrar en mí nuevamente, el cielo es el mismo, pero la tierra ha mutado, llevándose todo lo que toca hacia el amarillo grisáceo, y la tierra está seca como mi nariz.

Amarillo y triste, tremendamente solitario, completamente desolador. El paisaje de la puna se impone ante mis ojos que parecen nuevos. Nunca me sentí tan insignificante, tan sometida. Pucará -a donde debíamos llegar porque así tenía que ser- parece tener solo tres casitas, no se puede ver más porque la Tierra se atraviesa y es imposible mirar hacia el otro lado. Pocos minutos después, entramos a Balsapata. Y entonces veo de nuevo y ese fundo perdido en mitad de la nada, y el gris amarillento y el cielo temperamental y el aire helado me congelan por completo. Solo tengo ganas de llorar.

Esa noche, encontramos al Demonio en un rincón de nuestra habitación. Era gris, silencioso, tenía cara de humo y mirada penetrante. Imposible escapar de él, inevitable volver a él. Nos había seguido hasta aquí, solo para asustarnos cuando no hubiera más nada que el cielo, las nubes, la lluvia y el vacío. Nos trajo a este lugar para que, sin importar cuánto gritáramos, nadie más pudiera escuchar.