sábado, 28 de marzo de 2009

Un viejo comienzo

Voy a quemar cartas viejas; tiraré a la basura los adornos rotos; voy a reciclar las separatas universitarias que, aunque no quiera creerlo, ya nunca más volveré a leer. También quiero regalar la ropa vieja, la que quise alguna vez y ya no uso, y la que nunca usé pero guardaba para cuando bajara aquellos kilos y aumentara esa autoestima. Después voy a cambiar las sábanas y finalmente pondré las cortinas.

Quiero abrir los ojos mañana, cuando todo empiece otra vez, y no parecerme a esa loca neurótica que necesitaba deshacerse de todo para creerse que podría comenzar de cero.

lunes, 23 de marzo de 2009

Una señal

Cuando sacábamos las cosas de la cocina, se acercó a la ventanita de la sala un hombre mayor, encorvado por el enorme bulto que llevaba encima. Nos pidió ayuda, plata, como suele ser en estos casos. Le ofrecimos la comida que íbamos a dar a algún amigo que bien podría haberse comprado sus propios víveres. El anciano aceptó, agradecido. Le entregamos la bolsa con la trucha, carne molida, aceite, arroz, fideos, papas, la mermelada de sauco… Sus ojos se encendieron y sus labios sólo repitieron hasta el último momento “gracias”. Nos dijo algo más en quechua, con sus ojitos brillantes y se llevó el sombrero al pecho. Luego se acercó y nos puso s ambos el sombrero sobre el hombro izquierdo, rezando bendiciones. Esto sólo puede ser un buen augurio, pensé.

martes, 17 de marzo de 2009

Instantánea de mis memorias

Hace muchos, muchos años, una gran amiga de la infancia –con la que, casualmente, soñé anoche- me dijo “Dicen que, cada vez que uno regresa de un viaje, deja un pedacito de su corazón en el lugar que abandona”. Claro que ella se refería a algo muy particular (había dejado a un francesito llorando sentado sobre un tronco seco en un pueblo discreto del sur… oh la là), pero de todas formas hoy certifico lo que compartió conmigo ese día. Hoy dejo el Cusco.

El viaje ha sido largo, difícil. Los aprendizajes han sido muchos más de los que esperaba. Siento que alguna herida que sangró durante muchos años hoy está por fin cubierta de una capa dura: es un poco fea, eso sí, pero lo bueno es que indica una pronta cura.

Durante dos meses y medio no he hecho más que ir y venir; correr y parar. No ha habido mucho tiempo de procesar, de aburrirse, ni siquiera de terminar de entender una cosa antes de estar aprendiendo otra. Ha sido un recorrido eufórico, feliz por momentos, penoso a veces. He encontrado gente, rostros, paisajes y, lo más sorprendente, una parte de mí que creía desaparecida, pero sólo estaba empolvada y refundida en algún lugar de mi mente, debajo del montón de miedos que fui inventando día tras día.

Esta tarde, ordené la casa con especial cuidado. Todos los adornos de la sala estaban en el lugar perfecto, las esquinas bien barridas y finalmente el mantelito verde volvió al baúl. Nuevamente había flores vivas en los rincones: rojas, amarillas y blancas. Prendí un incienso en el centro de la sala y todo estaba perfecto, más lindo que nunca.

Sacudí las sábanas y las estiré bien, como si en la noche fuera a dormir sobre la misma cama. Cuando estuvo todo perfecto, clic (aunque ahora la tecnología digital hace que parezca más un bip) y ya: estaba hecha para la posteridad. Después de eso desarmar la cama, descongelar la refri, embalar la cocina y antes de que pudiera darme cuenta ya solo quedaba un cuarto medio destartalado, con rollos de cinta por todos lados y baldes de pintura vacíos. Esto ya no es mi casa.

Quedan los percheros, las paredes pintadas tan artesanalmente, los palos de las cortinas que ya se han empezado a aflojar: pareciera como si, después de la partida, esta casa estuviera dispuesta a destruirse.