jueves, 25 de junio de 2009

Enamorada de la muerte (I)

Recuerdo mi primer intento de suicidio. Fue a los cinco años. Esa mañana, había visto en la televisión que un hombre había muerto encerrado en un ascensor… o algo así, por falta de oxígeno. También recuerdo que papá estaba muy molesto (no sé si conmigo, o con mi mamá, o con mi hermano, o con todos, o con él, o con Dios), sus ojos estaban rojos, enormes y brillantes. Yo me moría de miedo. No podía soportar su silencio, mucho menos su mirada… Pensé que su rabia no iba a parar nunca, y que yo estaba, por tanto, condenada a una vida de sufrimiento bajo el yugo opresor de su presencia.

Entonces lo decidí: caminé hacia mi cuarto rezando en mi cabeza, con los ojos llenos de lágrimas contenidas. Mi cama estaba tendida, mi oso, “Pancho”, estaba sentado como siempre, con sus ojos naranjas y su camisa floreada mirando hacia la pared. Ah… le di un beso a Pancho, fue un beso solemne y amargo, podía sentir ese crujido en mi garganta que no terminaba de subir. Después, abrí la puerta del armario y… Me encerré ahí. Cerré la puerta corrediza desde dentro con todas mis fuerzas, tratando de tapar todo el aire. No entraba casi nada de luz, yo me torturaba pensando cuánto tiempo tendría que estar ahí antes de que llegara el final. Para asegurarme de que todo saliera bien, me tapé la nariz aguantando la respiración.

Cinco minutos después, abrió la puerta Cruz, nuestra empleada, con la ropa recién lavada. Tiró la canasta y los calzones, las medias, las camisetas y el inmenso pantalón de mi papá cayeron al suelo, silenciosamente. Ella me miró y me abrazó con todas sus fuerzas, sin decir nada; yo con los ojos reventados de llanto y la cara roja, roja como el baby doll de mamá.

sábado, 28 de marzo de 2009

Un viejo comienzo

Voy a quemar cartas viejas; tiraré a la basura los adornos rotos; voy a reciclar las separatas universitarias que, aunque no quiera creerlo, ya nunca más volveré a leer. También quiero regalar la ropa vieja, la que quise alguna vez y ya no uso, y la que nunca usé pero guardaba para cuando bajara aquellos kilos y aumentara esa autoestima. Después voy a cambiar las sábanas y finalmente pondré las cortinas.

Quiero abrir los ojos mañana, cuando todo empiece otra vez, y no parecerme a esa loca neurótica que necesitaba deshacerse de todo para creerse que podría comenzar de cero.

lunes, 23 de marzo de 2009

Una señal

Cuando sacábamos las cosas de la cocina, se acercó a la ventanita de la sala un hombre mayor, encorvado por el enorme bulto que llevaba encima. Nos pidió ayuda, plata, como suele ser en estos casos. Le ofrecimos la comida que íbamos a dar a algún amigo que bien podría haberse comprado sus propios víveres. El anciano aceptó, agradecido. Le entregamos la bolsa con la trucha, carne molida, aceite, arroz, fideos, papas, la mermelada de sauco… Sus ojos se encendieron y sus labios sólo repitieron hasta el último momento “gracias”. Nos dijo algo más en quechua, con sus ojitos brillantes y se llevó el sombrero al pecho. Luego se acercó y nos puso s ambos el sombrero sobre el hombro izquierdo, rezando bendiciones. Esto sólo puede ser un buen augurio, pensé.

martes, 17 de marzo de 2009

Instantánea de mis memorias

Hace muchos, muchos años, una gran amiga de la infancia –con la que, casualmente, soñé anoche- me dijo “Dicen que, cada vez que uno regresa de un viaje, deja un pedacito de su corazón en el lugar que abandona”. Claro que ella se refería a algo muy particular (había dejado a un francesito llorando sentado sobre un tronco seco en un pueblo discreto del sur… oh la là), pero de todas formas hoy certifico lo que compartió conmigo ese día. Hoy dejo el Cusco.

El viaje ha sido largo, difícil. Los aprendizajes han sido muchos más de los que esperaba. Siento que alguna herida que sangró durante muchos años hoy está por fin cubierta de una capa dura: es un poco fea, eso sí, pero lo bueno es que indica una pronta cura.

Durante dos meses y medio no he hecho más que ir y venir; correr y parar. No ha habido mucho tiempo de procesar, de aburrirse, ni siquiera de terminar de entender una cosa antes de estar aprendiendo otra. Ha sido un recorrido eufórico, feliz por momentos, penoso a veces. He encontrado gente, rostros, paisajes y, lo más sorprendente, una parte de mí que creía desaparecida, pero sólo estaba empolvada y refundida en algún lugar de mi mente, debajo del montón de miedos que fui inventando día tras día.

Esta tarde, ordené la casa con especial cuidado. Todos los adornos de la sala estaban en el lugar perfecto, las esquinas bien barridas y finalmente el mantelito verde volvió al baúl. Nuevamente había flores vivas en los rincones: rojas, amarillas y blancas. Prendí un incienso en el centro de la sala y todo estaba perfecto, más lindo que nunca.

Sacudí las sábanas y las estiré bien, como si en la noche fuera a dormir sobre la misma cama. Cuando estuvo todo perfecto, clic (aunque ahora la tecnología digital hace que parezca más un bip) y ya: estaba hecha para la posteridad. Después de eso desarmar la cama, descongelar la refri, embalar la cocina y antes de que pudiera darme cuenta ya solo quedaba un cuarto medio destartalado, con rollos de cinta por todos lados y baldes de pintura vacíos. Esto ya no es mi casa.

Quedan los percheros, las paredes pintadas tan artesanalmente, los palos de las cortinas que ya se han empezado a aflojar: pareciera como si, después de la partida, esta casa estuviera dispuesta a destruirse.

jueves, 29 de enero de 2009

Rinconcito de San Blas

Mi sala es chica, la hemos pintado de blanco para reducir su pequeñez. El dintel de la puerta que da al patio que lleva al baño es azul marino, como los marcos de las ventanas y la puerta de entrada. Casi todas las puertas del barrio de San Blas son del mismo color, es norma, y nosotros nos la hemos apropiado para darle un toque especial al rincón en el que ahora compartimos.

Yo he cosido todas las cortinas de la casa. Están hechas con telas del mercado de San Pedro, son naranjas y verdes. Los retazos están unidos con lanas de los mismos colores y se nota muchísimo que nunca en mi vida había cosido nada. Igual, cada vez que llega alguien, me dice que son lindas.

Mi mesa de centro es un baúl desvencijado. En realidad, creo que es una caja de carga o algo así. Costó solamente quince solcitos. Pero le hemos puesto barniz oscuro encima y se ve de lo mejor, con un mini mantel que no es más que un pedazo de tela que quedó de las cortinas. Rematamos con el adorno, que es una botella enorme y larga, en la que Mónica dejó unas flores blancas que ya están comenzando a marchitarse. Hay, en total, cuatro botellones que decoran algunas de nuestras esquinas preferidas. Mónica puso flores en todas. Mi favorita es la que está junto a la ventanita que da a la calle, que tiene unas flores fucsias de tallo largo. Cuando abro a ventana, entra la luz por el costado y donde no se ve la botella puedo ver el bosque y las casitas en la subida a Sacsayhuamán.

Por todas partes se pueden encontrar las tortugas. En el mueble del fondo están las de Tarapoto, que son dos maracas en madera que hemos colocado delante de la foto del Enano, una que tomó en Pucallpa con un cielo amarillo hiriente sobre el río. Así las pobres no van a sentir frío. También está la tortuga de lana, la más limeña y cosmopolita de todas, con sus flores de colores tejidas sobre el caparazón. Después están las cuatro tortuguitas cerámicas sobre el baúl central, cada una con una tortuga más pequeña aún sobre el caparazón. Siempre están en fila alrededor de la botella. Y finalmente las cusqueñas, puestas sobre otra foto de la selva que nos regaló el mismo Miguel, a quien extrañamos desde el día que se fue.

Hay partes de la pared de adobe que se han caído, dejando unos huecos decorativos por todos lados. Los visitantes dejan marcas en ellas, cuando se golpean borrachos con el dintel de la entrada a la cocina o tratan de agarrarse, medio adormecidos, de algún rincón. Y por eso, sea con regalos comprados o espontáneos, no hay un solo visitante que no se quede, en cierta forma, impreso entre los blancos muros de mi rincón mundano.

miércoles, 14 de enero de 2009

Khoka

Gianfranco y Megan llegaron hace poco más de una semana. Después del mal de altura, del malestar estomacal, los mareos y demás padecimientos físicos del día a día serrano, pensaron que seria maravilloso poder llevarse unas bolsitas de hoja de coca de vuelta a los Estados Unidos. Obviamente, esto solo fue una evocación, un sueño, una simple y solitaria idea vagabunda en el mar de sus pensamientos.

Después de varias semanas, empiezo a entender un poco la dinámica de esta tierra. Coca, planta sagrada que regula las funciones digestivas y ayuda a pensar con claridad. Coca, abre ciertas ventanas de la conciencia y estimula la buena comunicación entre las parejas. Coca, despeja la mente, el cuerpo y el espíritu, da energía y calma el dolor.

Es difícil encontrar el poder de las plantas cuando se está fuera del contexto de estas. La hoja sagrada ha sido bien manoseada, tantas veces explotada en beneficio de mentes trastocadas y bolsillos sedientos. Ahora se le adora o se le sataniza, bajo el marketero slogan “Coca-Cola, negocios y cocaína” (ya sé que muchos no lo conocen de oídas, pero no suena tan descabellado, ¿no?), y se confunde el verdadero valor de lo esencial, que solo se encuentra en lo simple, lo más puro: lo que viene de la tierra.

El grupo Simbiontes montó, a mediados de diciembre, una interesante performance que reunía video, música y danza, sobre el tema de la coca. A pesar de la complejidad del género, creo que el mensaje fue más o menos claro y que se notaba un punto de vista firme. A la entrada, me recibieron con un vasito del buen mate (el único que se fregó fue el gringo que pidió azúcar). Treinta minutos después, había recorrido una archi-resumida síntesis de la historia de la hoja sagrada de los Incas y me encontré a la salida con novedoso producto: el “cocatón”. Panetón hecho a base de harina de coca, en tamaño “todinnito” y al módico precio de un sol. La etiqueta tenía un Papá Noel con su bolsita de hoja de coca, con letras verdes encima: “NO a la erradicación”. En la parte inferior izquierda, un perrito rabioso con collar que tenía escrito el nombre en el lomo: “ENACO”. Cada quien es libre de pensar como quiera. Yo solo me siento en mi salita cusqueña y tomo el mate que me sacará de la enfermedad.