domingo, 16 de noviembre de 2008

It's the end of the world as we know it...

Nos sentíamos casi criminales, solo por ir a comprar entradas en la reventa. “Ya la hicimos, ya”, pensando que las conseguiríamos a mejor precio. De repente hasta compramos unas en campo, repetíamos, llenos de expectativas y adrenalina.

Ya sonaba Cementerio. Uno y medio estaban emocionados. Yo notaba, un poco nerviosa, la ausencia de revendedores y la rápida proliferación de recompradores… treinta y cinco soles, nos dijo el primero. No pues… si costaban veintiocho.

Avanzamos hasta la entrada a la tribuna Norte del Estadio Nacional y ahí comenzó a sentirse la tensión. Griterío, sudores, correrías… De pronto, una humareda con olor a rachi vuelve más denso el aire y estamos sumergidos en el mismísimo infierno de los fans enamorados. Cuarenta, tribuna ¿Cómo? Los minutos avanzan aceleradamente.

Una chica nos ofrece una a veinte soles. Ya estábamos sacando la billetera y nos invade la duda sobre la fiabilidad de esas entradas. ¿Por qué habría de pasarnos algo tan bueno a nosotros? Deben ser falsas. Y en esos segundos de análisis ya llegó una tía que no tiene pinta de roquera ni a balas y ¡zas! Nos arrebata el sueño de las entradas subvaluadas.

Un rato después, estamos haciendo cola en la boletería, una fila que iba a dejarnos sin tres canciones, mínimo. Ya desesperanzados, encontramos reventa a cincuenta soles en tribuna. Más allá, un tío se abre paso entre la nube de pancita y nos ofrece un sitio en la cola por un sencillo. Pero en eso, con un golpazo de suerte, llega otra con dos entradas a treinta y cinco. Ya pues, dijimos seguros de haber hecho un negociazo, porque conseguirlas a menor precio del de la venta era una lejana evocación. Ellos lucran con nuestra ilusión, me indigno, aunque yo quise ganar con su desesperación. Y Gabo, lúcido como siempre, me hace caer en la cuenta de que estamos en una versión un poco más sórdida de Wall Street.

El hecho es que faltaba un boleto. Unito solo. Como caído del cielo, llega el Ángel de los Fanáticos Tristes y nos ofrece dos entradas a treinta soles cada una. Pero solo nos falta unaaa… Él se rehúsa a venderlas por separado, pero yo lo acoso para que no suelte mi entrada y consiga un solo comprador. Por desgracia, todo el mundo viene en parejitas y yo quiero matar a alguien en ese mismo momento porque mi paciencia tiene un límite, y uno bien pegadito a la serenidad. Ya casi resignada, me acerco a Gabo, quien conversa con una revendedora que trata de convencerlo de comprar seis entradas en boletería con su tarjeta Ripley para que ella pueda seguir jugando con la psiquis de los admiradores de Travis; a cambio, ella nos conseguía un lugar preferencial en la fila (el primero). Él entiende los perjuicios de cargar todo al cartoncito por un tema de intereses y qué sé yo, se niega. Y entonces, yo lo agarro del cuello al chato de las entradas a treinta soles y le digo véndele una a esta señora; usted, señora, ya tiene una entrada a precio para reventarla a su gusto; ahora tú, chato, dame mi entrada, toma tus treinta. Nos hemos metido de cabeza en el círculo de la corrupción made in Perú Profundo.

La revendedora se excusa. Es que no sale el negocio pe’, por eso a cincuenta, mínimo, sino yo qué gano, pe’… ya, chau. Estamos camino a la entrada, por fin, y suena el grito de victoria:

“¡Vente! ¡Esto está buenazo!”
(La Revendedora dixit)

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