martes, 21 de octubre de 2008

Una deuda

Cada tarde, como a las 6:30, en el semáforo del cruce de Pardo con Comandante Espinar, el Chamita blanco que me llevaba de la universidad a mi casa se detenía durante interminables minutos para llenar de pasajeros hasta el último resquicio respirable de combi. A esa hora todas las bocinas chillaban, la gente subía y bajaba malhumorada dejando lo peor de sí para el cobrador. El chofer aprovechaba para vengarse de sus frustraciones personales con frenadas abruptas o aceleradas inesperadas… Era, verdaderamente, la peor hora del día.

Pero en esa esquina maldita, había un anciano de mirada gentil... un lunar en ese mar de caos que proyectaba una serenidad capaz de silenciar al más matón de los dateros. Era un viejito alto, corpulento, encorvado y con esos lentes de montura grande y redonda, como los que usan los abuelitos buenos.

Se acercaba entre el montón de gentes apuradas que se empujaban para doblar en la esquina, exactamente tres pasos a la derecha del quiosco de los chifles. Avanzaba hasta las ventanas de las combis y ofrecía queques marmoleados, de plátano y de naranja, recién horneados, hechecitos en casa. Me parecía tan dulce con su táper gigante lleno de queques, que lo sentía más que cercano. Tanto que, maldita sea, nunca me atreví a comprarle un solo queque. Me parecía ofensivo extenderle un sol a ese hombre tan digno, tan lleno de ternura en los ojos…

Pasaron muchos meses. Cuando hacía calor, lo veía con una guayabera celeste y su táper. En los meses de invierno, pasaba con una chompa marrón y un gorrito de lana. Seguía ofreciendo sus dulces con una sonrisa en la cara, con sus buenos días, recién horneaditos y muchas gracias y yo mordiéndome la lengua porque yo quería, pero no... me sentía avergonzada. Hasta que un día, sin más ni más, no apareció en la esquina.

Hace unos días me fui a hacer las compras de la semana, y a una cuadra del Vivanda (sólo tres cuadras más allá de su esquina), lo encontré con un táper gigante apoyado en un coche de metal. Pasé a su lado, me mordí la lengua, y después di cinco pasos atrás. Un queque de naranja y uno marmoleado. Pero esta vez, tenía sánguches triples también. Muchas gracias, que tenga un buen día, me dijo. Y cada quien siguió su camino, atropellándose en las asfixiantes veredas de la avenida Pardo.

3 comentarios:

Unknown dijo...

♫Siempre,
apartando
piedras de aquí,
basura de allá
-haciendo labor-
siempre va
esta personita feliz
trocando lo sucio en oro♫

Esa canción, como tu relato, me recuerda a mi abuelo.

Besos desde nuestra ciudad gris.

El burro dijo...

Yo también lo he visto y cada vez que lo veo pienso y siento lo mismo.

Alonso Alegría dijo...

Precioso, muy emocionante. Gracias. Te escribo. A